20 de mayo de 2010

Ufano e inasible cuento sicalíptico

Lucía y el sexo. Julio Medem, 2001.


Julio Medem es un director de actualidad: su última película, Habitación en Roma está ahora en cartelera y, a falta de verla, según lo leído no parece que le vaya a posibilitar librarse del marchamo de modernillo de medio pelo, provocador irreverente y presuntuoso esteta que se ha ganado a pulso con su filmografía.


Y es que, como el título de esta crítica, soportar y entender las dos horas que dura la cinta que analizamos hoy sin dormirse, levantarse de la sala o apagar la pantalla de televisión o del ordenador es quizás el acto más heroico que una persona puede hacer a lo largo de su vida como espectador de cine. Para los más agresivos será inevitable refunfuñar, desesperarse o contener las ganas de coger un mazo y destrozar el televisor; para los más tranquilos, será inevitable bostezar o dedicarse a otra cosa ante semejante espectáculo, bochorno nacional, locuaz pantomima con aires de superioridad que es Lucía y el sexo.


Porque, vayamos al grano, Lucía y el sexo es un coñazo pretencioso y gazmoño, una grotesca e impúdica representación de una cursi y anticinematográfica poesía amateur, recargada de diálogos afectados y vehementes que en no pocas ocasiones están al límite de la vergüenza ajena y en la que, en definitiva, uno se pregunta qué lleva a un productor a invertir dinero en ella.


Creerá Medem que enseñando carne y caras bonitas –sí, preciosa Paz Vega; lujuriosa Elena Anaya- al son de una banda sonora analgésica genera una manifestación extemporánea del lirismo sexual.

Creerá Medem que haciendo uso de una fotografía sobresaturada se potencia el valor onírico de unas imágenes hueras que no logran epatar por mucho que recalquen su condición de bellas.

Creerá Medem que recurriendo a juegos metafóricos, saltos en el tiempo y sentenciosas frases de (supuesto) calado filosófico surge una obra axiológica deslumbrante, cuando la realidad es que, frente a ciertas escenas, se hace imposible reprimir la carcajada.


Medem entendió la navaja de Ockham al revés: para él, la teoría más compleja es la mejor. Y esa voluntad de alambicar todo el relato no encaja con una historia que, para el que busque una experiencia, digamos, hedonista, se quedará exigua y encontrará en el cine porno un compañero mejor.

18 de mayo de 2010

Las marionetas de un coloso del cine

La trampa de la muerte. Sidney Lumet, 1982.


Sidney Lumet es bien conocido por sus adaptaciones al cine de novelas (Veredicto final, Serpico, Asesinato en el Orient Express) habiendo dirigido además la que es probablemente la mejor adaptación de una obra teatral y una de las mejores películas de la historia, Doce hombres sin piedad. Pues bien, veinticinco años después de esa pequeña joya del cine, Lumet se atrevía de nuevo con una obra de teatro, esta vez de Ira Levin (La semilla del diablo) que se prestaba a ser llevada a la gran pantalla, sobre todo si es de la mano de las interpretaciones de un siempre genial Michael Caine y un correcto Christopher Reeve que la rodaba entre Superman y Superman.


Orquestada a través de una puesta en escena que respeta profundamente su carácter teatral, La trampa de la muerte es, precisamente, una trampa para todos los implicados en ella, desde los personajes que la protagonizan hasta los propios espectadores, con los que se juega constantemente haciéndoles creer cómplices de una trama mediante una falsa omnisciencia que se retorcerá varias veces a lo largo del metraje. Así, la película recuerda inevitablemente a la extraordinaria La huella (Mankiewicz, 1972) con la que comparte más de una coincidencia: repite Caine en el reparto, está basada en una pieza teatral y su desarrollo es un continuo juego de engaños. Y es que ya desde el afiche –un cubo de Rubik en el que están atrapados los tres protagonistas- se nos advierte que el intrincado galimatías que vamos a ver es digno del mismísimo Lubitsch, que siempre sacaba una vuelta de tuerca más de donde no la había. Esto es así porque el filme de Lumet es, en todo momento, una reflexión autoconsciente, un ejercicio de metacine o metateatro que hace uso de una puesta en abismo que no concluye hasta el final, cuando descubrimos que llevamos viendo la obra de una obra de otra obra. Este divertido malabarismo narrativo, consecuente y bien llevado, nos va dirigiendo a su antojo, de tal modo que cuando nos identificamos con un personaje, un nuevo e imposible giro nos reconduce y trastoca la historia, que refleja las arteras estratagemas de un ambicioso escritor de éxito venido a menos que hará lo que haga falta por lograr lo que pretende: relanzar su carrera y mantener su reputación -aun a costa de la obra de otro-, y conseguir la herencia de su esposa –así le cueste su vida-.


Es de destacar que en los largos planos-secuencia que tejen la película haya momentos para el humor e incluso el terror (más de uno se llevará algún que otro susto) sin olvidar que estamos frente a la destartalada historia de dos desaprensivos homosexuales y una vidente de singular astucia, todos ellos a las órdenes de un director de marionetas con verdadero talento que nos ha hecho disfrutar de buen cine durante años.


17 de mayo de 2010

Pecaminoso acercamiento a la realidad

C.R.A.Z.Y. Jean-Marc Vallée, 2005.


Pudiera resultar vacuo, incluso pueril, un comienzo tan marcado por los estereotipos como el de C.R.A.Z.Y. a la hora de retratar la homosexualidad: un chico nacido en los años 60 en el núcleo de una familia conservadora y ultrarreligiosa se siente el patito feo, la oveja negra de cinco hermanos a cual más viril (el jugador de hockey, el motero lleno de tatuajes), condición ésta de “diferente” que se refleja hasta en su físico (el mechón de pelo rubio). No obstante, se abre un discurso que conjuga con sabiduría el farragoso proceso de crecimiento de este púber hasta su adultez con las consecuentes crisis de identidad y el descubrimiento de la sexualidad, además de una problemática familiar que convierte al mayor de sus hermanos en un drogadicto sin remedio atado a la figura patriarcal y autoritaria del padre.

Quizás el mayor punto de interés de esta película estribe en la forma de mostrar cómo moldea una persona sus sentimientos a lo largo de las diferentes etapas de su vida, máxime cuando se es coetáneo de una sociedad que no acepta la homosexualidad como una opción legítima, sino que la trata cual enfermedad mental curable a través de psicólogos. Cabe resaltar el fiel retrato que se hace de un padre con el que podemos identificar, aún hoy, a muchas personas de nuestro entorno, haciendo gala de esa moral rancia y estricta tan peculiar como contradictoria, ya que al final de la historia éste parece comprender que el peligro no va asociado a la actitud de Zac sino a la de Raymond.

La excesiva carga simbólica del filme -hay pocos planos sin crucifijos de por medio- que subrayan de manera obstinada el carácter especial de Zac (nació un 25 de diciembre pero es ateo, es asmático pero tiene un “don” para curar quemaduras y hemorragias) no desmerecen la rica imaginería visual de la que hace gala Jean-Marc Vallée, así como su habilidad en el montaje. Lástima de última media hora, falta de ritmo y sobrada de metraje –el periplo por Jerusalén es meridianamente prescindible- que sin embargo no ensombrece un serio trabajo de honestidad y buen hacer, acompañado de un soberbio repertorio musical que se mantiene a la altura de las circunstancias.

El llanto fugaz de una tragedia

Your name is Justine. Franco de Peña, 2005.


Nada bueno parece presagiar que una película polaca-luxemburguesa rodada en Alemania la dirija un venezolano de escasa experiencia. Nuestros temores se ven confirmados en los primeros cinco minutos en los que asistimos al ridículo paripé de una especie de cásting de charcuteros (¡!) que, contra todo pronóstico, nos recuerda a las airadas peroratas del sargento Hartmann al recluta patoso de La chaqueta metálica. Cómo una película que empieza así deviene luego en un trágico drama sobre la trata de blancas es una cuestión que sólo Franco de Peña sabrá responder.

Al parecer, una chica que vive sola con su abuela en Polonia se enamora locamente de un chico que le propone viajar por Europa en busca de trabajo. A partir de ese momento, sólo cabe esperar mientras nos imaginamos qué clase de problema surgirá de esa relación que olía a chamusquina desde el principio. En esta ocasión, como ya hemos avanzado, la chica es vendida y sometida a la prostitución por unos malos malísimos (esperpéntica y maniquea caracterización de los mismos, con un cabecilla atrezado con un pañuelo rojo al cuello indudablemente siniestro y un matón repeinado con cara de pocos amigos) cuyo único interés radica en ver a un Arno Frisch (Funny Games) crecidito que se moverá entre el bien y el mal como último hálito de esperanza para nuestra sufrida Mariola que camina –cómo no- al borde del suicidio.

Con aspecto de telefilme y carne de festivales de segunda clase, Your name is Justine redobla sus esfuerzos por captar la atención del espectador con la segunda vuelta de tuerca que remarca aún más las costuras de una película enteca y autocomplaciente, pues por más que trate de un tema delicado y doloroso; por más que trate de hacérnoslo ver con imágenes repulsivas y denigrantes, una fotografía decolorada y mucho grito, el planteamiento no supera el hecho de reflejar un caso aislado, presentado para digerir y olvidar, en vez de denunciar un problema real, extendido y de facto de las sociedades europeas modernas.

9 de mayo de 2010

Viaje a la cara oculta de la Luna

Moon. Duncan Jones, 2009.


Parece que la idea de un futuro desolador, con un planeta devastado y yermo está cobrando fuerza en el panorama cinematográfico actual. Recientemente lo hemos visto en la mediocre El libro de Eli (A.&A. Hughes, 2010), la interesante La carretera (John Hillcoat, 2009) o la encantadora Wall-E (Andrew Stanton, 2008).

Ahora nos llega esta Moon, del debutante Duncan Jones, con guión original propio y con un Sam Rockwell en estado de gracia. Sam es también el nombre de nuestro protagonista, un llanero solitario en la Luna cuya misión es recolectar helio-3, el carburante limpio que la humanidad necesita. En su período de estancia de tres años, Sam trabaja junto a un simpático robot llamado Gerty cuya única apariencia "humana" es un emoticono o smiley estilo Messenger que cambia de forma según el estado de ánimo del propio robot. Partiendo de esta premisa, explícitamente evocadora de 2001: Una odisea en el espacio, se desarrolla una trama que respira aire de ciencia ficción añejo (por aquello del limitado uso de efectos especiales) pero que disemina ciertas argucias narrativas con tal de procrastinar la verdad, en un tramposo intento por mantener al público en tensión (la estúpida aparición de una mujer que el protagonista cree ver no es sino una artimaña para que pensemos que el bueno de Sam ha enloquecido). El ulterior descubrimiento de un clon suyo no le desestabiliza sólo a él, sino a todos los espectadores que, por un tiempo, serán placenteramente conscientes de que están jugando con ellos. En este punto es donde Moon se desinfla: una vez descubierto que detrás de la trampa no hay más que cartón, la película navega sudorosa por los cauces convencionales del "quiero-volver-a-casa", apenas si rozando las divagaciones filosóficas -el proceso de anagnórisis del propio yo podría haberse explorado más y mejor- y concluyendo en un final laxo e increíble.


Con todo, Moon despunta como una película interesante, hasta cierto punto heterodoxa, dirigida con pulso firme y convencida de sus posibilidades -si bien ha recibido numerosos premios internacionales-. A buen seguro que Duncan Jones volverá a intentar sorprendernos con otro filme de ciencia ficción que prepara para 2011. Hasta entonces, que este prometedor debut sirva de impulso para otro jóvenes realizadores que, como Jones, aún crean en la posibilidad de un cine futurista no anclado en el 3D y los fuegos de artificio.