28 de junio de 2010

El antihéroe y los zombies

Zombieland. Ruben Fleischer, 2009.


Las películas de zombies y muertos vivientes han estado presentes en la historia del cine prácticamente desde sus inicios. Desde las protagonizadas por Bela Lugosi en los años 30 hasta esta Zombieland (Ruben Fleischer, 2009) es indudable la influencia que han tenido películas como La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), Posesión infernal (Sam Raimi, 1981), Braindead (Peter Jackson, 1992) o las más recientes 28 días después (Danny Boyle, 2002), Amanecer de los muertos (Zack Snyder, 2004, remake del filme del 68), la española Rec (Plaza, Balagueró, 2007) o el regreso a la dirección del propio Romero con La tierra de los muertos vivientes (2005), que vienen a reconfigurar definitivamente los códigos del cine de terror actual.

Esta nueva estética pasa por el uso de la cámara en mano como una forma de anteponer la fisicidad en la pantalla, de capturar lo monstruoso a través de las pequeñas cámaras domésticas, el abuso del gore y las vísceras e incluso una sobrevenida utilización del humor que explica el nivel de autoconsciencia al que ha llegado este género en nuestros días. Zombieland cumple algunos de estos métodos de hacer cine de terror, pero no todos. Se agradece, por ejemplo, que abandone la idea del rodaje cámara en mano y montaje brusco tan manido ya (Monstruoso, Rec y Rec 2, El diario de los muertos) y opte por el distanciamiento irónico y la comedia que, si bien no es la primera ni la única que lo hace (ya lo vimos en Zombies Party, E. Wright, 2004), consigue sacarle jugo a una historia de evasión típica y plana que se cobija en la road movie para mantener el interés hasta el final.

Lo cierto es que Zombieland es como la comida rápida: se digiere fácilmente, llena el estómago pero no sacia. Su acción trepidante desde el inicio necesita respirar y dar paso a una segunda mitad más pausada, exenta de disparos y sangre, para volver con más fuerza hacia el final, donde las cámaras lentas se recrean en lo sangriento de los efectos especiales que manchan los objetivos y se conforman con apilar cadáveres uno tras otro.

Da la sensación de que tantas persecuciones cansan más al espectador que a los protagonistas, que parecen darle mayor importancia a unos bollitos rellenos de nata que a la pérdida de un hijo –momento lacrimógeno innecesario que interrumpe la trama absurdamente-.

Por otra parte, si algo salva a Zombieland de no ser más que otra película de zombies es el constante paso de un género a otro: de película de terror, a película de humor, de comedia romántica a road movie, todo ello intercalado con numerosos rótulos tridimensionales que vienen a establecer una serie de reglas que el protagonista tiene para situaciones tan cotidianas como las que se narran aquí. Y es que el insistente uso del texto dentro del propio relato se transforma en un segundo narrador, en la plasmación gráfica de los pensamientos del pobre chico, que con su voz en off nos acompaña en un viaje por sus miedos (miedo a las chicas, miedo a los payasos y a los tipos duros y miedo a los zombies, claro). Un antihéroe que encuentra de casualidad al héroe vacilón y de gatillo fácil que interpreta Woody Harrelson con convicción y gracejo.

Teniendo en cuenta que se prevé una secuela de Zombieland para 2011, cabe preguntarse hasta cuándo aguantará el público viendo ciudades desoladas y en ruinas, muertos vivientes que se tambalean muy despacio y destartalados grupos de personas no-infectadas en su particular búsqueda de zonas libres de zombies con final feliz.