16 de marzo de 2010

La exclusividad de lo pictórico

La hipótesis del cuadro robado. Raoul Ruiz, 1979.

Poco más de una hora le basta a Raúl Ruiz para exponer su singular hipótesis sobre una falacia con envoltorio de verosimilitud acerca de una supuesta obra de un pintor inexistente en la Francia del siglo XIX.
La puesta en escena sustenta la originalidad del film, que se cimenta a través de las declaraciones de dos narradores que dialogan sin verse y anteponen sus teorías. El plúmbeo e inextricable discurso cinematográfico hace que incluso uno de ellos caiga en un ligero duermevela que reafirma, de manera autoconsciente, que las arenas a las que nos arrastra la película son ciertamente movedizas, sirviendo de aldabonazo al espectador para que salga, si puede, de ellas.

El único asidero al que aferrarse se encuentra entonces en una cierta reflexión sobre los límites de la interpretación de una obra dada, tema que se aborda con sutileza y eficacia, poniendo en cuestionamiento las verdades y secretos que se esconden detrás de cada autor, sus significados y significantes, sus fuentes de inspiración y referencias, que generalmente apuntan a otras obras o a otros autores. La "dialéctica de las artes", si es que así pudiéramos llamarlo, subyace aquí como epicentro de un planteamiento cuya complejidad juega en menoscabo de su interés, que se diluye entre prolijas alocuciones y ucronías de escaso valor.

La propia configuración de la narración nos escamotea la posibilidad de disfrutar una obra pictórica en su hábitat natural para trasladarla a un espacio indefinido donde en ningún momento se siente cómoda, donde no se reconocen sus virtudes o intenciones. Profetizar de esta manera sobre materiales tan nobles como inermes minora los conceptos de belleza y plenitud. La experiencia de la contemplación parece ser excluyente e incompatible entre ambas manifestaciones de lo artístico.

5 de marzo de 2010

Influjos de una obra mayor

Ana y los lobos. Carlos Saura, 1972.

En el seno de una familia destartalada y anacrónica aparece de la nada, de entre los bosques, Ana, una joven institutriz de origen inglés. De moral pacata, tímida y recogida, Ana habrá de hacerse fuerte entre los hermanos que habitan un caserón donde el mal germina inexorable.

La dupla Saura-Azcona nos ofrece aquí un interesante planteamiento que gira en torno a tres ejes epicúreos: la violencia, el sexo y la religión, representadas en el carácter de José, Juan y Fernando. No obstante, el intento de Saura queda lejos de trascender las rugosidades del tema que plantea, que por momentos genera estrechos vínculos con Ordet (Dreyer, 1955), con la que comparte no sólo el triunvirato protagonista sino las afecciones teológicas del personaje de Fernán Gómez, que dialoga abiertamente con Johannes, su homólogo en el film danés. Esto es así hasta el punto de encontrar pasajes de idéntico parecido, por lo ilusorio y divino del asunto (la levitación en una, la resurrección en otra).

Esto no es óbice para encontrar también ciertas divergencias: en la película de Saura se nos sustrae la posibilidad de la salvación, de la esperanza, a pesar de los intentos de purificación (la cremación, la cueva pintada de blanco). Aquí, el anacoreta deviene en réprobo a conveniencia.
Sin embargo, no vamos a restarle mérito a algunos logros de la cinta como son el tratamiento de tan espinoso tema en una España tardofranquista o el mantenimiento a lo largo del metraje de una tensión dramática suficiente que, aun rozando el histrión, goza del saber hacer de uno de los directores más respetados del panorama español.

Al final, Ana se marcha por donde vino, por entre los bosques, hacia la nada.




*Nota: Lo cierto es que ésta no es una crítica "impresionista" como por lo visto se nos pedía, y es que llegué tarde a las indicaciones del profesor. De todos modos, no habría sabido hacerla.